Justicia
para Tessa
PRIMERA
PARTE
Por: Santiago Cambre Soler
Tessa Cline andaba por uno de los innumerables callejones que rodeaban Springapple con una mueca de disgusto ante el cinismo que inundaba su vida y el mundo en el que vivía.
La costumbre popular establecía que “Tessa” provenía de “Teresa”; pero ese no era su caso. Su madre, una gran coleccionista de muñecas, le había puesto el nombre de “Stacy”, como la estrafalaria Stacy Malibú, pero su padre había sabido mitigar los daños colaterales haciendo que todos la llamaran Tessa.
Igual ocurría con la ciudad de Springapple, “manzana de primavera”, cuando su verdadero nombre era “núcleo de corrupción”.
Cualquiera podía pensar que el siglo XXII habría traído grandes maravillas a la humanidad, cuando la realidad era que un capitalismo voraz había impuesto una minarquía, donde solo los que aceptaban el sistema conseguían vivir cómodamente, junto a los poderosos.
Por ello, la bella ciudad de Springapple constaba de un núcleo brillante de unos 50 km cuadrados, llenos de rascacielos de acero y cristal, con puentes que iban de uno a otro, para permitir que sus diez millones de habitantes no se sintieran “hacinados”, como sí les ocurría a los habitantes que no tenían tanta suerte.
Los suburbios, por su lado, eran la totalidad de las estructuras del viejo mundo: antiguas fábricas, bloques de pisos, centros comerciales apenas funcionales… y todo con un pésimo sistema de limpieza, cero mantenimientos y una estación de lluvias ácidas que había teñido de gris lo que antaño era parte de una gran ciudad.
En resumen: el más alto lujo rodeado de la más extrema miseria.
Tessa estaba rodeando lo que parecía un antiguo conjunto de viviendas, cuando un coche de la autoridad aterrizó frente a ella, cortándole el paso.
La joven se sujetó la capucha del impermeable para que el viento de los repulsores no la dejara al descubierto en mitad de la lluvia que, gracias a Dios, aquella noche no era nociva, y esperó a que el piloto se bajara del vehículo para repetirle lo que llevaba ya un año diciéndole.
—Buenas noches, señorita Cline —le dijo desde la distancia un hombre alto y vestido con un traje oscuro protegido por una larga gabardina negra—. ¿Puedo preguntarle a dónde se dirige a estas horas de la noche?
—Deje de seguirme, Dalton —respondió cortante Tessa—. Hasta donde yo sé, tengo derecho a moverme libremente. Incluso puedo ir hasta el ayuntamiento de Springapple y pegar un chicle en sus columnas si me apetece.
El agente alcanzó un gorro trilby —Dios, cuánto odiaba Tessa saber qué tipo de gorro era… aquel dato se lo había enseñado su marido—; se lo puso, y anduvo lentamente hacia ella:
—Usted y yo sabemos que últimamente no se mueve motivada por la libertad, sino por la venganza— afirmó con voz firme el agente—. Lleva un año metiendo las narices en el caso de su marido, y ha tenido suerte de que no la hayamos pillado con las manos en la masa; pero sabe perfectamente que en su venganza descontrolada ha destruido pruebas que podrían habernos ayudado.
—No sé de qué me está hablando —escupió Tessa, recordando que lo primero en aquel juego era declarar ignorancia. Aunque tampoco podía contenerse demasiado—. Además, ¿ayudar a quién? ¿Y para hacer qué, Dalton?
El agente dio un paso más hacia ella y la miró con ojos suplicantes mientras le rogaba: —Tessa, por favor. Esto no acabará bien para usted.
Pero la mujer decidió ignorarlo e intentó pasar por su lado, sin que Dalton le abriera paso.
—Tessa, por Dios. Te lo digo como un amigo: ya hay demasiados indicios contra ti. Hay un archivo con tu nombre y las palabras “dudas plausibles” —en este punto, Tessa se dio la vuelta debido a la frustración, y el agente le hablaba a su espalda, aunque insistió—. No hagas ninguna tontería.
La mujer se volvió lentamente y totalmente envarada. Sus labios eran una fina línea y su nariz estaba estirada hacia abajo, debido a la tensión que apenas conseguía reprimir.
Tal era su expresión que Dalton dio un paso atrás, aunque Tessa no se había movido un ápice mientras decía en un susurro:
—¿Tontería? Mataron a mi marido en nuestra casa, en nuestro cuarto, donde descansábamos, donde hacíamos el amor, donde charlábamos de cualquier cosa, ¡hasta las tres de la mañana! —terminó, alzando el tono y dando un paso hacia Dalton— ¿Y qué ha hecho la policía? “El clásico robo, señora”, “estas cosas pasan, señora”, y el sótano con sus notas y resultados de sus experimentos, ¡robados! ¿Y el joyero? ¿Y la cartera? ¡Intactos, Dalton! ¿Dónde están los asesinos de mi marido, Dalton?
Sin recordar cómo, Tessa había arrinconado al agente contra su propio vehículo, y este solo la miró apesadumbrado, para de pronto susurrarle roncamente— Sabes que es más complicado que eso, Tessa. Entiendo y sé que tu marido merece justicia, pero hay gente muy poderosa metida en esto, y sin los pasos adecuados, cualquier acción que queramos tomar contra ellos no aguantará ante un tribunal.
Ambos se miraron a los ojos durante unos segundos, que se antojaron una eternidad, hasta que Tessa se separó de él con brusquedad mientras le advertía: —No me sigas, Dalton.
El agente la miró mientras ella se perdía entre los callejones.
Horas más tarde, Tessa sacaba su móvil y comprobaba la dirección que había conseguido a través de algunos contactos en los suburbios. Estaba en el lugar correcto; un centro escolar abandonado cuyas estructuras/cuyos aledaños como el patio y el pabellón, habían sido derruidos y absorbidos por una chatarrería cercana.
El pequeño desguace no era demasiado grande, pero Tessa se planteó durante unos segundos si era seguro entrar dentro del maltrecho edificio, dada la torre de carrocerías que se inclinaban peligrosamente sobre él.
Pero iba a contrarreloj. Se le había presentado una oportunidad para poder acceder al presidente de “Titans and Biologics”, y no podía —no quería— desaprovecharla. Por lo que sacó su arma, comprobó que tuviera munición, y rodeó el edificio, buscando la entrada más discreta.
Durante su inspección pudo comprobar que la mayoría de las ventanas estaban tapadas, pero había luz dentro del achaparrado edificio, y no solo eso: aunque pareciera imposible, el interior estaba peor que el exterior; Tessa pudo ver a través de pequeños espacios descubiertos en las ventanas que las aulas habían sido adaptadas para distintos propósitos, aunque la finalidad estaba clara: era un fumadero de lágrimas negras.
Descubierto esto, la mujer escondió el arma en la parte trasera de su cintura, se manchó un poco la cara de barro y llamó a la puerta trasera.
Estaba haciendo un esfuerzo por encorvarse y concentrarse en que su voz sonara cascada cuando el que le abrió fue la mismísima persona a la que había ido a buscar: Wilson Gibbs, el antiguo colega de su marido.
El shock la hizo temblar, y con la impresión se le desencajaron los ojos, sintiéndose casi a punto de sacar el arma y apuntar a aquel malnacido, cuando él mismo la agarró del impermeable y de un tirón la hizo entrar:
—Para dentro idiota, que llamas la atención.
Toda la serie de movimientos que había puesto inconscientemente en marcha se vieron interrumpidos por aquel simple acto que la envió trastabilleando hacia el oscuro interior del antiguo colegio.
Aquello fue un impacto cuyo efecto había sido el mismo que una ducha para un borracho. Todo se aclaró, aunque sus sentidos sufrían el ataque de la humedad del ambiente y un olor acre que hacía que le picara la garganta.
Detrás de ella, Wilson murmuró un momento para sí después de cerrar con llave y se acercó a la vez que le decía:
—¿Sabes lo que quieres? ¿Has venido antes, yonki?
En la entrada, el timbre de voz le había parecido a Tessa fuerte, casi autoritario; pero ahora que el momento había pasado, se dio cuenta de que Gibbs la tenía apagada y algo nasal, como si se estuviera recuperando de algo.
La mujer se giró para mirarlo, aunque no apartó el pelo de su cara ni se enderezó, manteniendo así su precario disfraz.
Wilson había cenado en su casa. De hecho, ella misma le había servido en su plato, para después apoyar su mano sobre su hombro, dado que después de tanto tiempo metido en su casa junto a su marido, era prácticamente un amigo cercano.
En aquellos tiempos, que parecían estar una década atrás aunque solo hubiera pasado un año, los tres vivían entre las paredes de Springapple: ella era editora en una revista, mientras su marido Laurence Wells y su amigo Wilson Gibbs eran biólogos, cada uno con media docena de másters en distintas disciplinas, y Tessa se enorgullecía en su mente pensando que su marido era el más inteligente de los dos.
Como
era de esperar, ambos trabajaban para el gobierno, ya fuera dando clases en la
universidad, participando en pequeños proyectos que se les asignaba o incluso
en colaboraciones privadas, dado el prestigio que se les asociaba. Pero su
marido, además de eso, tenía su propio laboratorio en el sótano (...)
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