Justicia de Tessa

SEGUNDA PARTE
Por: Santiago Cambre Solerr
Laurence
invirtió todos sus recursos y tiempo libre en estudiar el principio de toda
aquella hecatombe hace cien años: la privatización del agua; el principio de la
menarquia.
—¡Eh!
¡Yonki! ¿Te has quedado pasmado o qué? —la sacó de su ensoñación Wilson palmeándole
desagradablemente la espalda— ¿Sabes lo que quieres o no?
Tessa
miró a su alrededor y rápidamente pensó lo que necesitaba.
—No
creo que tengas lo que necesito —replicó con calma. Y funcionó.
—Pfff…
—bufó con desprecio Wilson mientras pasaba por su lado—, tengo de lo nuevo lo
mejor, y de lo antiguo lo superior: tengo lágrimas negras que saco de mis
propias amapolas, puedes chutarte heroinol si quieres, tengo un par de cuartos
acolchados; si no traes mucho dinero podemos hablar de alguna platita…
—¿Crías
tus propias amapolas? —inquirió en tono burlón la mujer, moviéndose
torcidamente metida en su papel— No me lo creo, y traigo un buen dinero aquí si
hiciera falta.
Gibbs
retorció la boca en un gesto de desprecio, aunque sus ojos brillaron
momentáneamente con avaricia, mirando la figura doblada y preguntándose si
realmente tendría dinero.
—Bueno,
oler no hueles a mendigo, así que ven conmigo —terminó diciéndole, mientras
guiaba a su supuesto cliente hacia otra zona del edificio atravesando distintos
accesos.
Una
vez que Tessa se vio a solas con su antiguo amigo en lo que parecía un
invernadero improvisado, decidió no darle tiempo a este de reaccionar, y sacó
la pistola mientras le daba una patada en la espalda para hacerle perder el
equilibrio.
Las
palabras “¿pero qué cojones te crees?” empezaron a salir de su boca, aunque la
falta de aliento por la impresión interrumpió su frase.
—Hola
Gibbs —lo saludó Tessa mientras se apartaba el pelo de la cara—, ¿ya no
reconoces a las viejas amigas?
—Stacy…
—¡No
me llames Stacy cabronazo! No tienes derecho a llamarme Stacy —explotó la mujer
para después agregar con un tono más controlado—. Solo Laurence podía llamarme
Stacy.
—¿Qué
haces aquí, Tessa?
—Sabes
bien lo que hago aquí, Wilson —le cortó la mujer, dando dos pasos hacia él—, la
noche que murió Laurence: yo estaba fuera de casa, pero había quedado contigo.
Lo sé porque hace poco que pude abrir sus conversaciones de Signal, y sé que
aquella noche tenía que verse contigo, así que dime, ¿qué ocurrió?
—Tessa,
no sabes de lo que estás hablando...
—¿Lo
mataste? —siseó Tessa.
Wilson
la observó un rato en silencio, con una miríada de expresiones cruzándole la
cara, como si sintiera mil cosas a la vez, pero entre todas ellas la que
destacaba era el cansancio. Aquello no le gustó a Tessa, debido a la idea de
que aquel ingrato estaba reflejando sus propias emociones.
—No
pude impedirlo, Tessa —respondió Wilson en un susurro—. Es más, si no hubiera
sido por Laurence, a mí también me habrían matado.
El
aire abatido del antaño biólogo no le dejó la menor duda a ella de que decía la
verdad, por lo que bajó el arma despacio, mientras preguntaba:
—¿Qué
pasó, Gibbs?
Wilson
parecía a punto de echarse a llorar. Giró levemente sobre sí mismo y toqueteó
una maceta con el índice, aplanando la tierra, mientras pensaba por dónde
empezar.
—Aquella
noche habíamos quedado en tu casa porque habíamos pedido cita con el comité de
ciencias de la Universidad la semana siguiente para presentarles nuestros
resultados —empezó a relatar con suavidad—. Y ahí estábamos, en el sótano,
discutiendo cómo íbamos a exponer nuestros descubrimientos cuando escuchamos
que echaban la puerta abajo.
Tessa
escuchaba inmóvil, absorbida por el relato, como si se encontrara allí.
—Laurence
era el rápido, ¿sabes? —continuó Wilson
limpiándose el dedo en los pantalones y sin levantar la vista en ningún
momento—. A mí no me había dado tiempo a reaccionar cuando él me cogió del
brazo y me llevó hasta el fondo del sótano, donde estaban esos enormes barriles
acostados ¿recuerdas?, y sin darme a tiempo a nada, abrió uno de ellos, me
metió dentro y cerró la tapa.
Lo
que venía a continuación, el recuerdo de él y el descubrimiento de ella, les
provocaría dolor a ambos. Y la pena de Tessa se mezcló con algo de piedad y
simpatía por aquel hombre, ya que lo poco que había relatado era propio de
Laurence. Su Laurence.
—No
tardaron demasiado en entrar al sótano, y yo... me quedé congelado… tenía
miedo, Tessa —confesó, levantando por primera vez los ojos para mirarla,
avergonzado—, pero Laurence no. Escuché cómo le pegaban mientras lo destrozaban
todo buscando. Y yo sabía que ese cabronazo no abriría la boca, así que saqué
el móvil y empecé a grabar… pero no me atrevía a más Tessa, lo siento mucho
—terminó, dando un leve paso hacia ella como si le hubiera surgido la necesidad
de consuelo, de un abrazo, y se hubiera arrepentido de golpe.
Pero
Tessa no se movió un ápice. Quería saber cómo continuaba la historia, y así se
lo dijo.
—Claro,
perdona —continuó Gibbs limpiándose la cara con la manga—, la cosa es que le
preguntaron por los archivos, por las copias físicas; seguramente ya tendrían
las digitales. Pero Laurence no dijo nada, solo les decía que no había habido
ningún hongo mutante, sino que todo había sido por un polímero sintético
vertido en el agua, je¡ je¡ je¡ —se rió de pronto—, “bourguiñol”, así llamaron
al hongo.
La
mujer, más recompuesta, lo miró con simpatía, pero duramente. Quería saber el
final.
—La
verdad es que no hay mucho más que contar, Tessa. Lo siento —reanudó Gibbs,
también más dueño de sí mismo—. Escuché cómo lo golpearon un par de veces. Ni
siquiera insistieron a la hora de preguntarle. Le pegaron varios tiros,
pusieron el lugar patas arriba y se marcharon.
—Sin
encontrarte —puntualizó la mujer.
—Sin
encontrarme —confirmó Wilson, asintiendo lentamente con la cabeza—. Y desde
entonces vivo en la clandestinidad.
Un
silencio cayó sobre ambos, haciendo que se sintieran inquietos, aunque la
impresión general después de que la adrenalina los abandonara es que acababan
de correr una maratón. No obstante, su viejo amigo volvía a aplanar la tierra
de otra maceta con el dedo, lo que levantó las sospechas de Tessa:
—¿No
me lo has contado todo, verdad?
El
ahora traficante negó con la cabeza, mientras mascullaba para sus adentros,
como si estuviera masticando algo especialmente duro y rancio.
—¿Wilson?
—insistió Tessa, dando un paso hacia él.
—Tengo
los documentos, Tessa —dijo en un susurro bajo pero claro.
—¿Qué?
—se sorprendió la mujer— ¿Dónde?
Pero
el hombre no contestó en seguida. Seguía balbuceando mientras cambiaba su peso
de un pie a otro, casi meciéndose, hasta que al final musitó:
—Si
te los doy, irán a por ti… ¿Y qué pensaría Laurence de eso? ¿Qué pensaría de mí?
La
escena le partía el corazón a Tessa. Pero no tuvo tiempo de pensarlo. Un
estruendo los sobresaltó: alguien acababa de derribar la puerta. Ambos se
miraron comprendiendo, pero sin comprender.
—¿Te
han seguido? —preguntó Gibbs en tono serio.
Pero
Tessa no podía contestar, ¿cómo no se le habría ocurrido? ¿Habría sido Dalton?
No lo creía posible. Además, se escuchaban varias voces dándose indicaciones
entre ellos. Eran un grupo militar.
—Ven
conmigo —dijo Gibbs, tomándola de la mano. La llevó hasta el fondo del
invernadero, y sacó de una de las taquillas que había allí instalada una
escopeta de cartuchos y un par de bolsas pequeñas. Luego, se dirigió hacia una
entrada que Tessa no había visto antes mientras exponía: —Mira, tenemos un
problema: ambos sabemos que no te irás sin los documentos, pero están en un
despacho situado muy cerca de la entrada por la que esos cerdos han entrado,
así que tenemos que inmovilizarlos lo antes posible.
Tessa
se había preparado mental y físicamente para muchas cosas durante ese año, pero
no para un tiroteo con fuerzas entrenadas y fuertemente armadas. Su expresión
debía traslucir su falta de confianza, ya que Wilson se rió mientras continuaba
diciéndole:
—Yo
los inmovilizo, tú cruzas el pasillo hacia el aula de enfrente y lo atraviesas
todo en dirección a la conserjería. Dentro hay un archivador con doble fondo.
Ahí están los papeles. Y si en algún momento crees que se te han adelantado,
toma —terminó diciéndole mientras le pasaba por la cabeza una de las bolsitas y
sacaba de ella lo que claramente era una granada—, ¡BAM!. Cegados y a correr de
vuelta por donde has venido hasta la puerta principal. ¿Lo has entendido?
¿Por
qué habría tenido que pasar Wilson para acabar así? ¿A ella le pasaría lo
mismo? ¿Le estaba pasando lo mismo? Por un momento volvió a pensar en Dalton,
pero no había tiempo para introspecciones:
—Lo
he entendido —contestó directamente Tessa. A lo que Wilson respondió con un
asentimiento de cabeza.
—Si
salimos de esta —dijo poniendo la mano en el pomo de la puerta mientras sacaba
otra granada de la bolsita—, estaré en paz con Laurence —concluyó con una gran
sonrisa.
Después
de esto, abrió la puerta un palmo, le quitó la seguridad a la granada, y la
agarró del hombro para poder coordinar la apertura de puerta, su salida y la
cobertura que pretendía darle.
Los
siguientes sucesos fueron una tormenta de adrenalina, caos, disparos y gritos.
Wilson cumplió con su palabra, y los documentos estaban justo donde dijo que
estarían. Sin darse cuenta, Tessa estaba corriendo medio ensordecida por los
disparos hacia la salida, donde esperaba poder huir de aquella ratonera.
Tan
desesperada era su carrera, que cuando vio la puerta de salida abrirse poco a
poco, lo vivió como si ocurriera a cámara lenta. Lo primero que vio aparecer
fue una pistola. Después una manga negra. Y por último, su atención se quedó
prendida en los ojos tristes y grises del agente Dalton.
Entre
ambos se dio un reconocimiento mutuo, pero mientras Dalton abría la boca
lentamente para decirle que se detuviera, Tessa dirigía su mirada hacia el
arma, viendo que el policía, tal y como era su carácter, no tenía el dedo
siquiera puesto en el gatillo.
Y
en ese momento, escuchó a Wilson aullar de dolor.
Tessa,
con los ojos escociéndole, aceleró y lanzó todo su cuerpo contra la figura del
agente, procurando hacer el máximo de presión en la mitad derecha de su cuerpo
para poder desequilibrarlo sin que ella se cayera.
Y
así ocurrió. Dalton mudó su expresión de reconocimiento por una de alarma, y
seguramente también de dolor cuando su espalda chocó contra el marco de la
puerta. Tessa no lo vio: no podía parar, tenía que escapar de allí. Si escuchó,
en cambio, el golpe del agente al caer al suelo. Y su último pensamiento, antes
de perderse en la maraña de calles, fue: “Pobre Wilson”.
Ya
por la mañana, Tessa se despertó en un agujero maltrecho que algún vehículo
había realizado en una pared, y que era demasiado incómodo para cualquiera
salvo alimañas. Si algo le había dejado claro la huida de la noche anterior, es
que la estaban siguiendo. Pero, ¿desde cuándo? En realidad no importaba, ya no
había vuelta atrás. Ahora que había luz se decidió a comprobar los documentos
que habían atormentado al pobre Wilson. La carpeta, llena de gráficos y
complejos análisis, mostraba la investigación de Laurence sobre el polímero; y
habría empezado su lectura si no hubiera sido por un pequeño sobre grapado a
una de las hojas, dentro del cual había una tarjeta de memoria.
Pensativa,
salió de su escondrijo y comenzó a andar. No podía volver a su casa, así que
reflexionó durante unos minutos, hasta que la chatarrería de la noche anterior
le sirvió de inspiración para sus pasos siguientes: se dirigiría a la tienda de
un prestamista que conocía, y que estaba especializado en comprar tecnología y
en ser discreto. Seguro que con la oferta adecuada podría ver el contenido de
la tarjeta y planificar sus pasos desde ahí.
Una
vez allí, y a solas, empieza a devorar los documentos retrasando el momento más
doloroso. Pero este tuvo que llegar, y vio el contenido de la tarjeta de
memoria. Eran experimentos y disertaciones de Laurence y Wilson, de un momento
del pasado en el que todo iba bien, y en el que eran ajenos de la tragedia que
los acechaba.
Cuando
ya había leído y visto todo, se sentía confusamente alegre y abatida; alegre
porque su marido no había muerto por nada, había encontrado la salvación para
ella y para todos, o al menos, una esperanza muy grande. Pero se sentía abatida
porque ver todo aquello, volverlo a ver a él en la pantalla, no solo le había
hecho sentir sola, sino también vacía por dentro. Sabía lo que tenía que hacer,
y lo lograría, costase lo que costase.
Aquella
noche, Víctor Thorne, presidente de Titans and Biologics, estaba terminando de
dar una entrevista en el "John's Sanctuary City Live Show". Y estaba
radiante.
Había
utilizado su carisma para afrontar las preguntas más incómodas que le habían
hecho, y había participado en los juegos, e incluso en los bailes. Y en
aquellos momentos, escuchaba sonriente el monólogo de despedida del presentador,
cuando una figura sucia, demacrada y pálida, entraba en el plató.
Al
principio, hubo algunas risas y comentarios, pensando que formaba parte del
espectáculo, hasta que Tessa, con una granada en una mano, y con una pistola en
la otra, disparaba hacia el cristal de la sala de control, produciendo un
estruendo de cristales rotos, y rompiendo la ilusión de que todo aquello estaba
preparado, haciendo que cundiera el pánico.
Antes
de que la algarabía se apoderara del set, Tessa tomó el control de la situación
mientras avanzaba al centro del plató:
—¡Quietos
todos! —Gritó, sin dejar de apuntar a Víctor Thorne, el cual seguía sentado
agarrando con fuerza los reposabrazos de su sillón— ¡Ustedes, los de
producción, como vea que dejáis de emitir os lanzo la granada!
El
aviso fue efectivo, y Tessa vio su imagen en las pantallas que había repartidas
por el área, aunque prefirió no centrarse demasiado en eso: no podía
arriesgarse a que el shock de verse a sí misma en aquel momento la hiciera
flaquear.
Se
hizo un silencio roto solo por los pitidos de algunos aparatos de grabación y
las alarmas que empezaron a sonar. Hasta que Víctor Thorne habló:
—Ignoro
a qué viene todo esto, señorita —empezó, relajando la postura en su sillón,
como si fuera el de su oficina—. Pero estoy seguro de que podemos llegar a un
acuerdo sin tener que recurrir a la violencia.
—Estoy
totalmente de acuerdo —le contestó Tessa, intentando no mirarlo. Se dirigió
hacia el presentador y le tendió la memoria con los vídeos de Laurence—, John, si
no te importa, conecta esto en tu pequeña consola y descarga el archivo
“Conferencia comité universidad prueba 3”.
John
miró a todas partes, como si hasta el momento hubiera decidido que nada de
aquello iba con él, hasta que una leve gesticulación de Tessa con el arma le
hizo reaccionar:
—Sí,
sí, por supuesto. Aunque debo advertirla de que el estudio tiene una política
muy rígida sobre este tipo de cosas. Lo que no haya pasado por el control de
calidad no puede ser emitido.
—Tranquilo,
John, no hay material sensible y es contenido recomendado para toda la familia
—contestó Tessa tirante, lo que hizo que el presentador hiciera algunas
manipulaciones en la consola de escritorio.
—Ya
está —manifestó el presentador unos segundos después— ¿Y ahora?
—Ahora
reprodúcelo, por favor —pidió Tessa, volviendo su mirada hacia Thorne. Aunque
este no la miraba a ella, sino a John.
—No
lo haga.
La
mirada del presentador bailaba de uno a otro, esperando a ver cómo se resolvía
ese conflicto. Pero mientras Tessa volvía a apuntarlo con su arma, el señor
Thorne simplemente declaró:
—Si
lo hace, no volverá usted a trabajar en esta ciudad, se lo aseguro.
Y
Tessa, como respuesta, lo apuntó a él.
—¿Tiene
usted miedo de algo, señor Thorne? —le preguntó suavemente, dando un paso hacia
él— ¿Quizás ya no ignora a qué viene todo esto?
—¡Tessa!
—exclamó alguien desde una de las entradas del estudio.
Todos
se volvieron para mirar de quién se trataba excepto la mujer, ya que ella era
quien lo había llamado.
—Buenas
noches, Dalton. Me alegro que el tráfico no te retrasara demasiado —dijo ella
sin darse la vuelta, dado que el agente estaba justo a sus espaldas.
El
agente Dalton entró en el estudio con el arma desenfundada y apuntando a la
espalda de Tessa.
—¡Suelta
el arma, Tessa!
Pero
Tessa lo ignoró, y alzó la granada que tenía en la mano para que viera
claramente que no tenía el seguro puesto: si ella dejaba de apretar el tirador,
la granada simplemente estallaría.
—¿Cuánto
has visto de nuestro show, Dalton? —Le preguntó ella con voz vibrante— ¿Has
visto cómo se niegan a reproducir un simple vídeo?
—Porque
este no es el lugar para discernir estas cosas, señorita Cline —sentenció
Thorne levantándose de su asiento, con tono autoritario—. Para eso están los
juzgados. Para eso está la justicia.
Tessa
iba a contestarle airadamente, pero se detuvo cuando Dalton la adelantó
afirmando:—Tiene razón, Tessa. Deja el arma y discutamos esto. Entiendo que
tienes prueobas concluyentes, podemos hacer esto bien.
—¿Qué
ocurrió anoche en el fumadero, Dalton? —Replicó con algo de furia la mujer,
resistiendo el impulso de volverse— ¿Hubo algún superviviente? ¿Pudiste
identificar al grupo armado que asaltó el lugar? ¿O eran un “grupo de
seguridad” en asuntos demasiado secretos para decírselo a un agente como tú?
El
silencio de Dalton fue elocuente, por lo que Tessa continuó:
—Quiero
que se reproduzca este vídeo aquí, en antena y para todo el mundo… —agregando
luego casi en un susurro—, porque si no se hace así, el archivo desaparecerá
conmigo.
Dalton
entendía perfectamente a lo que se refería Tessa, pero no podía evitar que sus
valores, sus principios le indicaran de que aquella no era la manera. El mundo
era un lugar imperfecto, pero había que actuar para que este se acercara lo más
posible a la utopía que se merecía ser.
Víctor
Thorne, viendo la duda en el rostro del agente, saltó sobre Tessa golpeando con
el canto de la mano la muñeca que sostenía el arma, mientras con la otra
aferraba con pinza de hierro los dedos de la joven sobre la granada, a la vez
que ambos caían al suelo.
El
movimiento fue tan repentino que pilló a todos por sorpresa, aunque cuando esta
pasó, las pocas personas que quedaban en el plató decidieron huir, mientras
Dalton buscaba la manera de interceder en el forcejeante manojo de brazos y
piernas en el que se habían convertido Tessa y el CEO. Pero era imposible. Este
último estaba interponiendo su espalda entre él y Tessa, mientras todo su
esfuerzo radicaba en arrancarle la granada de las manos.
Dalton
no conseguía un tiro limpio, pero un movimiento brusco lo cambió todo: Thorne
consiguió hacerse con la granada, y revolviéndose en el suelo, le lanzó una
patada a Tessa que la envió rodando hasta donde estaba la pistola.
Sus
ojos estaban inyectados en sangre y lágrimas, y su expresión era mezcla de
furia y desesperación.
Dalton
vio cómo se lanzaba hacia el arma y disparó.
—¡Bien
hecho agente! —lo felicitó Thorne, sudoroso pero sonriente— Ha tomado usted la
decisión correcta.
Pero
Dalton no se sentía así. De hecho, la presión en su pecho hacía eco en sus
oídos y parecía no estar escuchando a nada ni nadie. El CEO le alcanzó la
granada diciéndole algo, no sabía el qué, y Dalton la tomó con cuidado,
mientras seguía mirando el cuerpo de Tessa.
Guardó
su arma y se acercó para tomarle el pulso a la mujer con la que de alguna
manera había estado ligado durante el último año. Siempre la había admirado por
su inteligencia, por su tenacidad. Y había esperado que esto no acabara así.
No
creía que ella llegara hasta ese extremo.
Tomó
el arma y comprobó el cargador. Sin balas.
Un
asomo de sospecha acompañó al escalofrío que le recorría la espalda. Tomó la
granada y desenroscó la parte superior.
Sin
mecha.
El
agente pensó en cuántas veces había obedecido sin cuestionar, basándose en sus
principios. Tal vez la justicia que buscaba Tessa no fuera tan distinta a la
suya.
Dalton,
con el rostro pálido, se levantó con la granada y la pistola vacía. Su mirada
se encontró con la de Víctor Thorne, que estaba hablando por teléfono y
sonriendo; totalmente absorto en su victoria.
Sin
decir una palabra, Dalton se dirigió a la mesa del presentador, y buscó el
archivo en la consola. Momentos después, todos los presentes, desconcertados,
vieron cómo las pantallas se iluminaban con un vídeo.
El
CEO se puso a gritar, pero ya era demasiado tarde. La voz de Laurence,
tranquila y segura, se escuchaba en todo el país, en directo:
"Buenas
tardes a todos, soy el profesor Laurence Wells... y hoy os venimos a contar lo
que creemos que ha sido la mayor estafa de la historia."